miércoles, enero 19, 2011

Sobre El tamaño del ridículo


Juan Mascardi sostiene una caguama de Carta Blanca.

Una especie de reseña...

Por Juan Mascardi

Conocer a Rogelio Villarreal a través de El tamaño del ridículo es una experiencia corrosiva. El periodista mexicano arremete en las páginas del libro (que reúne una serie de notas publicadas entre 2006-2009) contra supuestos ídolos progres, la contracultura mexicana, varias vacas sagradas de la intelectualidad latina. Personajes intocables que poseen palcos de preferencia en inauguraciones y burbujeantes cócteles. El arrebato de Villarreal no es contra estrellas en desuso, corporaciones malvadas que pretenden dominar al universo, políticos decadentes o dictadores asesinos. El periodista no ejerce la profesión como un leñador, hacha en mano, destripando un árbol que dejó de serlo sino que posee la actitud de un degustador refinado que localiza la mosca en la mejor de las sopas. Villarreal cuestiona nuestros paladares. El sabor de la sopa se vuelve ácido y los buenos no son tan buenos. Tal vez nunca lo fueron. Villarreal cuenta con sobrados argumentos para quejarse.

—Mesera, algo huele mal.

Pero afirmar que El tamaño del ridículo posee un solo gusto es falaz. En la tierra de los sabores picosos el plato puede mutar y transformarse en agridulce. Las crónicas sobre Jis y Trino, La Piedra Rodante, el mestizaje del ska y el viaje histórico de la fotografía en los movimientos sociales permiten palpar un periodismo cultural agudo. La historia latente de los movimientos estudiantiles, las inútiles camisetas con la estampa de Guevara, los previsibles acordes del rock vernáculo y las corruptelas políticas avaladas por la intelectualidad que ama ser vedette en Televisa se posicionan como actores de un país que queda muy lejos de Suecia.

Villarreal se calza el traje de Chapulín Colorado. Un antihéroe que desconoce la composición de la kryptonita como así también el poder de sus rivales. Porque Villarreal no los tiene. Un quijote que puede vivir la vida embistiendo contra molinos o castillos de cristal y que no ostenta el podio de gurú. El periodista viaja desde la modernidad hasta la esencia digital sin nostalgia. No es ni tecnofán ni tecnofóbico. Desde el linotipo al GPS, la problemática que le interesa al escritor es la disputa por el poder. Y allí la tecnología juega un rol clave. “Las tecnologías deben estar al servicio del crecimiento y el desarrollo pacífico de mujeres y hombres de todo el planeta”, afirmó en 2008, el año que explotó Facebook. Detrás de la acidez existe una mirada esperanzadora.

Conocer a Rogelio Villarreal a través de El tamaño del ridículo es una gran experiencia. Pero no es mi caso.

Conocí a Rogelio como maestro. Luego como compinche de algunas tardes y exóticas noches en Buenos Aires. Todo lo que escribo es con afecto aunque ese cariño no licua mi observación. Conocerlo estuvo lejos de ser una experiencia corrosiva. Rogelio es de los maestros que escucha. De los amigos que anima. Fueron muy pocas sus acotaciones en el marco del Taller Estados Alterados Emergencia en Periodismo Cultural organizado por el Centro Cultural España. Él dejó que habláramos. Una quincena de colegas cordobeses, rosarinos y porteños que debatimos durante tres días intensos el rol de editor, figuras literarias, metáforas exageradas, la muerte de Kirchner y el ahorro de adjetivos. Todo lo que nos gusta y da mucho placer. Rogelio se caracterizó por poblar las clases de intensos silencios que transformaron sus palabras en claves a resolver.
Un almuerzo tardío en Pippo Restauran—un viejo bodegón a metros de la avenida Corrientes— longaniza, pastas y vino de la casa mediante fueron suficientes para desguasar las estrategias de López Obrador, los excesivos clichés de la banalintelectualidad mexicana, el triste rol de las izquierdas deseosas de financiación y rememorar el paso por espacios comunes: el bar Nuevo Brasil de Monterrey en 2007, el año de Forum. Villarreal viajó a tierras regiomontanas a cubrir periodísticamente el megaevento y yo estuve allí porque fuimos finalistas en los premios FNPI-CEMEX que otorga la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano en la categoría televisión con un programa de bajo presupuesto que narra la vida de varios conductores radiales de las FM de baja potencia en Argentina: Gud Mornin Colón.

Pero mi sorpresa mayor llegó cuando leí "Crónica (inevitablemente parcial) de un encuentro de escritores". Escribe Villarreal: “El Nuevo Brasil es un pequeño bar atestado de bebedores de caguamas que no cesan de cantar baladas roqueras del grupo que anima esa cálida noche de octubre. Los Abuelos de la Nada, Enanitos Verdes, Soda Stereo y hasta El Tri en versiones que suenan mejor que las originales. En un vitral que da a la céntrica avenida Zaragoza, a unos pasos de la Macroplaza, sonríen las caricaturas de Cuauhtémoc Cárdenas, Joaquín Sabina, el sub Marcos y Santa Clos —quizá tenga algo en común”.

El equipo de Gud Mornin Colón llegó a Monterrey en octubre de 2007. Luego de huir de un mugriento hostel porque impregnaría de olor a marihuana nuestros mejores trajes que iban a recibir un diploma entregado en manos del Nobel Gabo García Márquez llegamos a un hotel un poco más aséptico en la avenida Zaragoza, al lado del Nuevo Brasil. Por ello, el bar fue nuestra guarida durante toda la estadía. Allí escuchamos defenestrar el Forum de Culturas, todo el establishment e incluso nuestra propia fiesta de premiación. Pero hubo una noche bizarra, muy bizarra que compartimos todo el team de Gud Mornin junto a Valeria Perasso (argentina radicada en Londres trabajando para la BBC). Tiempo después, escribí una nota para el portal económico ON24: “En el bar Nuevo Brasil se cuentan las historias endovenosas de Monterrey. La ciudad industrial crece a la par del cemento, las cervezas, la cultura y el deporte. En la calle Zaragoza, a metros del Palacio de Gobierno de Nuevo León, se narran relatos urbanos, se mezclan poetas y pintores, se discuten los titulares de El Norte, el periódico que está frente al bar. El Nuevo Brasil es una pequeña gran parte de una urbe en constante ebullición. En medio de la noche, una banda que hace covers de los ochenta gratifica un pedido de una mesa poblada de regiomontanos: A rodar la vida de Fito Páez. Las distancias se diluyen. Rosario está en Monterrey”.

Las coincidencias son muchas. Villarreal sostiene que esa noche quien recitó fue Pancho Serrano. Yo recuerdo un poeta urbano escupiendo palabras con una intensidad voraz. También recuerdo los cuadros rocambolescos de un pintor apocalíptico. Pero, como dice Rogelio, esa noche corrieron muchas cervezas. Nosotros conocimos el botellón de Carta Blanca. Y la noche sucumbió.

Leí El tamaño del ridículo durante mis últimas vacaciones aunque antes me devoré El periodismo cultural en tiempos de la globalifobia. Fui su alumno. Esta semana me transformé en colaborador de Replicante. Y coincidimos en un espacio insignia: el Nuevo Brasil. Sin saberlo allí estábamos y no nos vimos. O tal vez sí. Conocer a Rogelio Villarreal es una experiencia.