domingo, septiembre 13, 2009

La cultura y la pistola


En la foto: Bertolt Brecht

En 1918 el estudiante Bertolt Brecht, de veinte años, escribió la obra teatral Baal como respuesta a El solitario, una obra escrita un año antes por el prolífico escritor, dramaturgo y poeta alemán Hanns Johst, en la que se contaba la vida del también autor teatral Christian Dietrich Grabbe, cuya breve vida cubrió las primeras tres décadas del siglo XIX y a quien casi cien años más tarde ensalzarían los nazis debido a su estridente antisemitismo. En aquella obra Brecht narraba la vida disipada de un joven vago envuelto siempre en escándalos sexuales y en un asesinato.
La frase “Wenn ich Kultur höre ... entsichere ich meinen Browning!” (¡Cuando oigo hablar de cultura, inmediatamente saco mi Browning!) es falsamente atribuida a Hermann Goering, Heinrich Himmler y Joseph Goebbels por igual. Yo también creía que la había dicho alguno de esos tres, hasta que mi amigo el filólogo René González me aclaró que pertenece a la obra de teatro Schlageter, de Hanns Johst, precisamente. Albert Leo Schlageter fue un héroe de la I Guerra Mundial considerado un mártir por los nazis, y al que Johst decidió homenajear con esa obra escrita para celebrar el arribo al poder de los nacionalsocialistas en 1933. La pieza se estrenó en el cumpleaños número 44 de Hitler, el 20 de abril. He aquí la escena en la que los jóvenes estudiantes Schlageter y Thiemann discuten mientras estudian para un examen:

SCHLAGETER: ¡Querido y viejo Fritz! (Risas). ¡Ningún paraíso logrará sacarte de tu alambrada de púas!
THIEMANN: ¡Por supuesto que no! ¡El alambre de púas es un alambre de púas! Yo sé contra quién me enfrento. ¡No hay rosas sin espinas! ¡Nunca me dejaré vencer por esas ideas! Conozco toda esa mierda del 18 [se refiere a la revolución de 1918], ¡fraternidad, igualdad, libertad, la belleza y la dignidad! Tienes que usar el anzuelo correcto para atraparlos. Y después, cuando te encuentras discutiendo te dicen: ¡Manos arriba! Estás desarmado..., ¡cerdo republicano! No, deja que mantengan una buena distancia con toda esa ideológica sopa de pescado... ¡Yo disparo con municiones reales! Cuando oigo la palabra cultura... ¡quito el seguro de mi Browning!
SCHLAGETER: ¡Qué cosas dices!
THIEMANN: ¡Da en el blanco!, te lo aseguro.
SCHLAGETER: Tienes un gatillo muy ligero.

¿Cómo pasó esa frase de la obra teatral a la boca de los generales de Hitler? No he podido averiguarlo, pero seguramente seguirá siendo citada como si la hubiera pronunciado cualquiera de ellos. Sin embargo, las atrocidades cometidas por los nazis antes y después de arribar al poder la validan como una práctica recurrente del Tercer Reich. El mismo Johst se unió en 1928 a la Liga Militante por la Cultura Alemana, fundada por Alfred Rosenberg, uno de los intelectuales más influyentes del Partido Nazi y a quien se le considera el forjador de las principales nociones del nazismo: la teoría racial, la persecución de los judíos, el espacio vital (lebensraum), la abrogación del Tratado de Versalles, el repudio al “arte degenerado” y el desarrollo de una nueva “fe nazi”. Por su parte, Johst fue nombrado en 1935 presidente de la Unión de Escritores y de la Academia de Poesía, expulsando inmediatamente al filósofo judío Martín Buber, aunque éste ya había renunciado en 1933 a su cargo de profesor honorario en la Universidad de Francfort en protesta por el ascenso de Hitler.
A la quema de libros siguió más tarde el exterminio de gitanos, judíos, comunistas y otros opositores al régimen nazi.

El monero troskista


En una entrevista con Fernando Rivera Calderón, en W Radio, Rafael Barajas, El Fisgón, mintió al afirmar que “la derecha” insiste en exigirle a la izquierda que se modernice, pues son más los intelectuales provenientes de la misma izquierda los que han planteado la urgencia de que esa opción del espectro ideológico replantee sus principios y abandone el pragmatismo vulgar que la ha marcado desde la derrota de Andrés Manuel López Obrador en julio de 2006. Sólo con criminal sevicia podría El Fisgón identificar con la derecha a Roger Bartra o a Luis González de Alba, y a muchos más aquí y en países como Francia y España. Es el mismo reclamo de Arnaldo Córdova: “¿Por qué todo mundo quiere una izquierda perfecta, que sea inteligente, culta, preparada, decente, de buenas maneras, justa, éticamente buena, coherente en sus ideas y sus planteamientos, pacífica, no rijosa, dispuesta a ponerse siempre de acuerdo con sus oponentes y con olor a santidad?” (La Jornada, 3-II-08). La izquierda [del PRD], dice Córdova, “es corrupta, traidora, incapaz de llegar a acuerdos, violenta, oportunista, carente de valores éticos y buenas propuestas”, aunque, patriarca bonachón al fin, se conforma: “nunca será como yo quisiera que fuera; la izquierda es lo que es y punto” (La Jornada, 26-VIII-07).
La izquierda debe renovarse sencillamente porque es conservadora y porque está lastrada por mitos y tradiciones de raigambre nacionalista-revolucionaria —priista— que ha adoptado como suyos: el mito fundacional de la Revolución y el mito del petróleo de la nación, por ejemplo. La izquierda ha dejado de pensar y se solaza en la mezquina lucha por el poder. Daniel Innerarity escribió, a propósito del fracaso de los socialistas en las recientes elecciones europeas, que “si la izquierda no se renueva en este plano [el papel de las ideas en política] seguirá sufriendo el peor de los males para quien pretende intervenir en la configuración del mundo: no saber de qué va, no entenderlo y limitarse a agitar o bien el desprecio por los enemigos o bien la buena conciencia sobre la superioridad de los propios valores” (El País, 28-VI-09).
El 4 de julio de 2006 El Fisgón —con su demodé estilo de dibujo— mintió en su cartón de La Jornada en el que un paisano le reclama a Luis Carlos Ugalde que en el conteo rápido faltan tres millones de votos, cuando todos los partidos sabían del archivo de inconsistencias. No obstante, El Fisgón sigue divulgando el mito del fraude en casi cada edición de El Chamuco, como en su historieta “El estado que guarda la nación justo antes de 1810, 1910 y 2010” (no. 180). En ella establece forzadas similitudes entre las vísperas de la guerra de Independencia de 1810, la revolución de 1910 y el 2010, y aventura una nueva revolución de la cual, reza, “Sólo queda esperar que sea pacífica”.
De anacrónica fe troskista —el marxismo es una confesión—, habría que preguntarse si El Fisgón no sudó frío al ver el gran retrato de Stalin en el Zócalo repleto de obradoristas y si no le causa escozor la obvia gestualidad mussoliniana del líder tabasqueño. Defensor de los pobres, a los que traza siempre con gastados estereotipos, El Fisgón no tuvo empacho en cobrar una carretada de billetes a Carlos Slim por la museografía de la colección de Carlos Monsiváis en el Museo del Estanquillo ni en haber sido becario de la imperialista Fundación Guggenheim. ¿Cómo? ¡Si al proletariado se le defiende mejor desde la exquisitez y la holgura burguesas!

La ciencia nazi


En la foto: experimento nazi para tratar de aclarar el cabello de los niños con luz.

El Tercer Reich, que debería haber durado mil años, según Hitler, fue un apretado periodo —1933 a 1945— de terror e irracionalidad. El precio por haber inventado el arrogante mito de la supremacía aria y sus deseos de conquistar el mundo fue una estrepitosa derrota y el suicidio del Führer —enfermo de Parkinson, frustrado y enloquecido por la debacle—, de su mujer Eva Braun y de sus más allegados colaboradores.
La locura también alcanzó a la ciencia y la tecnología. La proximidad de la guerra aceleró la investigación encaminada a construir una bomba atómica antes que los aliados y a desarrollar poderosos aviones, tanques, submarinos y bombas, y es cierto que lograron avances considerables gracias a la enorme ventaja que le habían dado eminentes científicos como Wilhelm Roentgen (Premio Nobel en 1901), David Hilbert (matemático), Max Planck (Premio Nobel en 1918), Fritz Haber (judío, Premio Nobel en 1918), Max Born (judío, Premio Nobel en 1954), Wolfgang Pauli (Premio Nobel en 1945), Werner Heisenberg (Premio Nobel en 1932) y, entre muchos más, nada menos que Albert Einstein (judío, Premio Nobel en 1921). En la Alemania de entreguerras, a pesar del antisemitismo rampante, los judíos eran ciudadanos como cualquier otro y estaban lejos de mostrar el más mínimo indicio de inferioridad: la población judía era de apenas 600 mil personas pero su presencia entre el profesorado era de entre 20 y 25 por ciento en las ramas de ciencia y física. A la llegada de los nazis al poder las universidades fueron purgadas de profesores y científicos judíos o casados con judíos o con algún ascendiente judío, muchos de los cuales lograron huir a Inglaterra y Estados Unidos, donde prosiguieron sus investigaciones. La investigación, sobra decir, quedó en manos de científicos que colaboraron con los nazis.
El físico holandés-estadounidense —y también de origen judío— Samuel Goudsmit (1902-1978), fue el director científico de la Operación Alsos (“arboleda”, en griego), una rama del Proyecto Manhattan que fue creada para investigar el proyecto alemán de energía nuclear y tratar de averiguar hasta dónde llegaban los progresos nazis en la fabricación de una bomba atómica. En su libro Alsos, publicado en 1947, Goudsmit asegura que los alemanes fracasaron porque la ciencia no puede florecer en un Estado totalitario —la Unión Soviética fabricaría su primera bomba en 1949 con tecnología robada a los estadounidenses: dos científicos espiaban en Los Álamos para Stalin— y porque los alemanes no pudieron comprender cabalmente cómo hacer una bomba atómica. A la fecha sus tesis se siguen discutiendo.
En Los científicos de Hitler. Ciencia, guerra y pacto con el diablo (Paidós, 2005), el historiador inglés John Cornwell repasa con mayor amplitud el tema y recoge anécdotas y casos como el de Fritz Haber, que desarrolló armas químicas durante la I Guerra Mundial y a quien Hitler repudiaría después por su origen judío, o el de los físicos Philipp Lenard y Johannes Stark (Premios Nobel en 1905 y 1919, respectivamente), que declararon la guerra a la “física judía” y apoyaron entusiastamente no sólo la expulsión de los judíos, sino experimentos aberrantes en aras de la “higiene racial”. Cornwell cuenta la famosa anécdota de la logia Deutsche Physik (“física alemana”) y su panfleto Cien científicos contra Einstein y la ingeniosa respuesta del autor de la Teoría de la relatividad: “¿Por qué cien?, si hubiera estado equivocado habría bastado uno solo”.

El mito de la raza aria

El antisemitismo —entre otras razones— en la Europa del siglo XIX llevó a algunos pensadores a buscar en otra parte que no fuera el Edén bíblico el origen de la humanidad. Voltaire creía que “todo nos había llegado de orillas del Ganges”, dice Joscelyn Godwin en El mito polar (Girona: Atalanta, 2009). Kant simpatizaba con esta idea pero ubicó en las alturas del Tíbet la cuna del género humano, lo mismo que Herder. Buffon también rechazaba la autoridad bíblica, pero no acertaba a proponer el lugar de origen del hombre. Esta “indiofilia” o nostalgia por el Este inspiró ciertos trabajos de Nietszche —admirador de la Persia del Zend-Avesta—, Schopenhauer y Wagner. De esta manera los románticos alemanes trataban de romper los “grilletes judeocristianos”, lo que también los hizo revalorar a las primitivas tribus teutónicas y a sus descendientes, los godos, causantes en buena medida de la caída del Imperio romano.
Pero, ¿de dónde habían venido esas tribus? Las investigaciones asiáticas de la British School of Calcutta ofrecían un mundo muy atractivo y, para muchos, superior en términos morales y filosóficos al bíblico. Los alemanes vieron ahí la oportunidad de vincular sus orígenes a la India y romper los lazos con los mitos semíticos y mediterráneos. La filología y la lingüística enseñaban que las lenguas europeas tenían un origen común en un antiguo idioma del norte de la India, el sánscrito —en realidad, el indoeuropeo—, y que el hebreo, por tanto, no era la lengua madre. En Sobre la lengua y la sabiduría de los indios Friedrich von Schlegel reflexionaba en torno a cómo pudo llegar la influencia india a Escandinavia y dar forma a sus lenguas; apuntaba que los antiguos indios veneraban el Norte y la montaña maravillosa de Meru, localizada en el Polo Norte. Schlegel concluía que los indios y los nórdicos eran parte de una sola raza y así, en 1819, los bautizó con el nombre de arios —como Herodoto llamaba a los antiguos persas: arioi—, y no sólo eso, sino que relacionó etimológicamente ese vocablo con la palabra alemana Ehre, que significa “honor”. De este modo, los alemanes y sus ancestros, los indios, escribe Godwin, “resultaron el pueblo del honor por excelencia, la aristocracia de la raza humana”.
Este tipo de estudios continuó con autores alemanes que ensalzaban los orígenes indogermánicos y colocaban a Zoroastro por encima de Moisés. Uno de ellos, Christian Lassen, comparó a los “honrosos indoeuropeos germánicos” con los “egoístas y afilosóficos semitas”, mezclando en su libro Antiguas enseñanzas de la India (1847) los explosivos ingredientes del mito de la superioridad racial: la raza blanca es más fuerte y biológicamente superior. Posteriormente, entre 1850 y 1860, el filólogo Max Müller propuso el uso general del término ario en vez de indogermánico para incluir a británicos, franceses y otros pueblos europeos. La tajante división entre ario y semítico pasó a formar parte del bagaje intelectual de la Europa decimonónica.
Por ese entonces la teoría de la evolución de Darwin ya era popular entre la intelectualidad, y una parte de ella adaptó de manera mecánica y oportunista a los postulados racistas las nociones de la lucha por la existencia y la supervivencia del más apto. En su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, de 1855, Gobineau lamenta que debido al mestizaje la raza blanca había perdido su pureza. En la segunda década del siguiente siglo los nazis creían que la hora de la purificación estaba ya muy cerca.