sábado, junio 13, 2009

Comunistas, Salazar Mallén

[Publicados el 31 de mayo y el 7 de junio, respectivamente, en Milenio Semanal]

No fui un militante típico del Partido Comunista. Aborrecía esas fiestas donde se cantaba a Pablo y a Silvio con una devoción mística y me parecía insufrible el éxtasis que provocaba la solemne canción que alguien en mala hora le ofrendó a la “querida presencia” del comandante Che Guevara. Nunca disfruté un solo verso de Mario Benedetti —pero sí los de Efraín Huerta— y las versiones musicales de Nacha Guevara y similares me parecían abominables. Me resistía a ir a las puertas de las fábricas a lanzar arengas risibles a los obreros y apenas logré vender un par de ejemplares del Oposición —semanario en el que publiqué ingenuas proclamas sobre el coraje y la disciplina del hombre nuevo. Sin embargo, en 1976 recorrí decenas de casillas para observar las elecciones en las que contendía Valentín Campa por un partido sin registro contra José López Portillo. Dos años más tarde el PC alcanzó la legalidad y en 1982 volví a ser representante en las elecciones en las que participó el comunista Arnoldo Martínez Verdugo.
En el PC conocí a gente de ética miserable pero también a teóricos de afilado pensamiento crítico, a quienes escuchaba e interrogaba cuando mi joven mente detectaba contradicciones inexplicables: ¿Por qué la invasión soviética a Hungría, a Checoeslovaquia, a Afganistán? Dos viajes a Cuba, en 1981 y en 1984, empezaron a abrirme los ojos: la isla socialista e igualitaria que presumía la propaganda cubana repartida a ritmo de rumba en los festivales del comunismo mexicano no existía, y en su lugar se agazapaba un siniestro Estado militar y policiaco. Todos los artistas y escritores cubanos que conocí entonces ahora viven en el exilio.
A la lectura de Rius, Harnecker y Galeano siguieron otras de veras inquietantes, como los libros de Arthur Koestler y Guillermo Cabrera Infante, La alternativa, de Rudolph Bahro, y las obras de los disidentes del Este europeo. Revaloré a Solyenitzin y releí a Revueltas, y gracias a la revista El Machete, dirigida por Roger Bartra, descubrí a Jorge Semprún y a Fernando Claudín, autor del monumental estudio La crisis del movimiento comunista. Habrían de transcurrir muchos años más para que llegaran a mi librero autores decisivos como Varlam Shalámov (Los relatos de Kolymá) y Martin Amis (Koba el temible). Ya no podía concebir que alguien sincero con ideales de izquierda pudiera seguir creyendo en la utopía roja después de leer El libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión, obra de un grupo de investigadores franceses coordinados por Stéphane Courtois, director de investigaciones del Centre National de la Recherche Scientifique.
A principios de los ochenta los comunistas mexicanos —retratados acerbamente por Rubén Salazar Mallén en Camaradas (1959)— se dividían en dinosaurios y renovadores: los dinos y los renos. A estos últimos pertenecía Roger Bartra, quien con El Machete (1980-1981) logró atraer a una joven izquierda crítica en ciernes harta del autoritarimo y el “centralismo democrático” que regía al leninista PC. Heberto Castillo y otros dinos exigieron la clausura de aquella extraordinaria y lúdica revista cuando el PCM y el PMT se fusionaron en el PSUM.
La izquierda sufrió transformaciones y atravesó los años en medio de crisis y con una escasa presencia en las cámaras y en la vida pública. Hoy me parece absurdo que la llamada izquierda mexicana sea encabezada por un caudillo y políticos de indeleble genética priista que escamotean la discusión y las ideas. Es el regreso de los dinosaurios.


Salazar Mallén

Lo conocí al final de sus días en la oficina de mi padre. Hemipléjico desde la adolescencia, se trasladaba en una silla de ruedas al cuidado de una joven atractiva. Lo saludé sin saber quién era y me dijo que había leído La Regla Rota, una revista contracultural que publicamos Mongo Sánchez Lira y yo de 1984 a 1987. Quizá trataba con mi papá, editor, la publicación de algún libro —ya no lo sabré. Crucé apenas unas palabras con él y le agradecí su elogio del pasquín impreso en papel revolución. Maltrecho, cansado, sonreía como un santo. De haber sabido que moriría en unos meses —en 1986— me habría quedado esa tarde charlando con él. No le pregunté quién le había dado la revista, aunque probablemente fue José Luis Ontiveros, a quien le di un ejemplar una vez que llegó a mi casa acompañando al dibujante Eko.
Rubén Salazar Mallén, nacido en Coatzacoalcos en 1905, fue abogado, periodista y profesor universitario. Asiduo a prostíbulos e imbatible bebedor, escribió una docena de libros. “Si me lo preguntaran”, decía de su obra, “yo diría que las novelas que he publicado pueden clasificarse en dos grupos. En uno de ellos cabrían las obras que se sustentan en la vida privada: Camino de perfección (1937), Soledad (1944) y La iniciación (1966). En el otro grupo habría que incluir las obras cuya base es la vida social: Páramo (1944), Ojo de Agua (1949), Camaradas (1959), ¡Viva México! (1968), La sangre vacía (1982) y El paraíso podrido (1986). Claro que esa clasificación es convencional y relativa, porque en la novela, como en la realidad, la vida privada y la vida social se entrecruzan y hasta se imbrican”. El periodista Jorge Luis Espinosa lo pinta de cuerpo entero en ocasión del casi olvidado centenario de su nacimiento: “Hombre de izquierda como de derecha, comunista y fascista a tiempo y destiempo, amigo de políticos como Miguel Alemán y de radicales como José Revueltas, periodista devastador y atento maestro de los jóvenes, Salazar Mallén vivió y agotó el siglo XX mexicano en casi todas sus aristas” (“Salazar Mallén, escritor corrosivo para el poder”, El Universal, 8 de julio de 2005).
Desterrado de la República de las Letras por un dictatorial Octavio Paz ofendido por la acusación de oportunista, Salazar Mallén sufrió como un apestado agresiones y acusaciones de bienpensantes y advenedizos. Su mal le valió los motes de Quasimodo o la Suástica, pues caminaba arrastrando una pierna y con un brazo tieso como una tabla. Desencantado del comunismo, abrazó el fascismo y más tarde se volvería anarquista. Pero para el exquisito mundo literario seguiría siendo un engendro de la reacción.
En 1932 publicó en la revista Examen, que dirigía Jorge Cuesta, dos capítulos de la novela Cariátide. En ellos Salazar Mallén utilizaba expresiones como “cabrones” y “jijos de la chingada”, lo que escandalizó a periodistas y juristas que lo acusaron de “ultraje a la moral pública o a las buenas costumbres” y exigían su consignación. Pocos escritores lo defendieron, entre ellos Julio Torri, que dijo “que si aparecen algunas palabras malsonantes en un fragmento de novela, se deben al deseo de extremar la nota realista, y no a una deliberada y punible intención de inmoralidad”. Al final, un juez resolvió que “aunque choquen al oído, [esas palabras] no son morales ni inmorales”.
Escritor maldito, que arrojó a las llamas varios de sus manuscritos, dijo una vez: “Hemos venido a cumplir un destino”. El suyo fue el de escribir sobre la miseria humana.