lunes, enero 26, 2004

Por qué renuncié a la CDHDF

He aquí la carta que le envié al presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, donde trabajé como subdirector de Publicaciones hasta el 15 de enero de este año. Esperen más el próximo domingo en la revista Día Siete... a darles duro a los burócratas de izquierda!


México, D.F., a 15 de enero de 2004

Maestro Emilio Álvarez Icaza Longoria
Presidente de la Comisión de Derechos Humanos
del Distrito Federal

P r e s e n t e


El lenguaje de los derechos afirma que todos los seres humanos pueden participar en la deliberación esencial en la que se determinará cómo nos debemos tratar los unos a los otros.
MICHAEL IGNATIEFF, Los derechos humanos como política e idolatría (Paidós, 2003)

Hoy —mi último día de trabajo como subdirector de Publicaciones de esta Comisión— no quiero dejar pasar la oportunidad de informarle sobre las razones de mi renuncia voluntaria e irrevocable a ese cargo —del cual me hice responsable en noviembre del 2002—.
Si bien los nobles principios y los fines de la CDHDF son compartidos, en términos generales, por todos los que desean el avance de la democracia y la erradicación de la injusticia en este país, la realidad que tuve oportunidad de ver y palpar a lo largo de los últimos trece meses me obliga a concluir que la situación que prevalece en esta Comisión dista mucho de ser la ideal para una institución que pretende ser humanista, democrática y transparente, y que su discurso entusiasta y optimista no es compartido, infortunadamente, por todos sus empleados.
Tanto usted como su equipo de colaboradores más cercanos provienen de lo que se ha dado en llamar “sociedad civil organizada”, es decir, del activismo progresista o de izquierda, de organismos no gubernamentales de varios signos y tipos y hasta de partidos como el PRD y de algunas otras instituciones comprometidas con el fortalecimiento de la incipiente democracia mexicana. Sin embargo, es sorprendente que a su llegada a esta institución de Estado, es decir, a la administración pública —de suyo injusta, si hemos de ser honestos—, se adaptaron a ésta de una manera tan natural que no tardaron en reproducir estilos viciados de conducción, de relaciones y de trabajo que deberían corresponder al reciente pasado antidemocrático y autoritario y no a este presente dislocado y confuso, pero de transición y cambios, no de retrocesos. ¿Adónde se fueron esos ánimos reformadores que los caracterizaban hace apenas unos años?
Existe, por ejemplo, una estructura burocrática que ha impedido la concreción de una estrategia responsable y adecuada del programa editorial —por no mencionar a muchas otras tareas esenciales de la Comisión—, la cual debería ser producto del trabajo reflexivo y conjunto de la Presidencia, de los asesores y los titulares de todas las áreas, pero que tan sólo es en realidad una labor improvisada y soslayada (a la que sólo se atiende cuando apremian el Informe anual, las tarjetas de navidad y los reconocimientos; por suerte, ya no se imprime el menú para los consejeros...). Con todo, el programa editorial 2003 de la CDHDF se completó oportunamente.
Sólo una concepción del trabajo que destaca el discurso por encima de los resultados (a la que podemos calificar de priísta) puede explicar la ineptitud y la ineficiencia de algunos miembros de su equipo de asesores —con la honrosa excepción de Rafael Álvarez—, la prepotencia de su secretario particular y la pobre calidad de muchas de las investigaciones realizadas en diversas áreas. ¿Y de qué otra manera, si no, pueden explicarse las disposiciones del director general de Administración en relación con los retardos, las faltas y los descuentos? Esta situación, por cierto, ha provocado un sentimiento generalizado de incomodidad y malestar entre el personal de la Comisión. ¿No sería más idóneo y satisfactorio encontrar, en primera instancia, formas inteligentes y creativas de estimular la responsabilidad y la “cultura de respeto a los derechos humanos” entre los trabajadores de la CDHDF? ¿El control y la disciplina sólo pueden conseguirse mediante medidas coercitivas y hasta chantajistas? Por otra parte, una administración eficiente y ahorrativa no erogaría 11 mil pesos mensuales en la renta de un edificio que alberga un archivo muerto que nadie consultará por carecer de interés histórico. Es claro que los esfuerzos de la Administración podrían encaminarse hacia objetivos más acordes con su función, como la de aliviar la pesada carga de trabajo administrativo en todas las áreas de la institución y proveerlas de los elementos necesarios para su mejor desempeño. (Es significativo que hasta hace poco no había un Manual de Procedimientos.)
No puedo ocultar mi decepción ante el hecho de que la administración que usted preside mantiene el tinte clasista, jerárquico e inequitativo que ha caracterizado desde hace décadas a la burocracia nacional —a la sociedad entera, pues—, y más aún ver cómo se actualizan rancias políticas corporativas en aras del “control y la disciplina”. La burocracia corroe el alma y propicia conductas aberrantes en el ser humano —servilismo, oportunismo, irresponsabilidad, nepotismo, favoritismo, etc.—, distantes de los fines que persigue la defensa de los derechos humanos. Sí, la administración pública es rígida y, por desgracia, sus estipulaciones deben cumplirse: ahí están las diferencias abismales entre los sueldos y los privilegios de los altos mandos y los de los más humildes empleados y afanadores (muchos de los cuales carecen, por ejemplo, de seguridad social: una prestación obligatoria); la imposibilidad de ascender en el escalafón; la falacia del servicio civil de carrera por cuanto se privilegia a gente que proviene de fuera para ocupar puestos de importancia; el hostigamiento laboral del cual han sido objeto varios compañeros con el fin de conseguir su renuncia; los despidos del personal “incómodo” sin mayores explicaciones (trabajadoras del antiguo CAIS y un redactor que se atrevió a quejarse por los descuentos indebidos, por mencionar sólo dos casos) y el inexplicable congelamiento de las plazas vacantes. ¿Acaso se pregunta por qué ha habido tantas renuncias en las últimas semanas...? ¿Por qué una institución mediadora por excelencia, como es la CDHDF, inhibe el diálogo y la conciliación entre sus integrantes? ¿En qué lugar queda la ética que tanto se pregona?
Por estas razones, siento mucho no poder compartir con usted el entusiasmo que expresa por los logros pasados y futuros de la Comisión, y me permito expresarle, en cambio, mi más honda preocupación por el futuro de la CDHDF en una urbe monstruosa en la cual los derechos humanos son cada vez más vulnerados, incluso dentro de esta institución, a pesar de sus mejores intenciones. Lo invito a reflexionar sobre esta cuestión vital para la institución pública que dirige. Si no, ¿cómo puede arrogarse ésta la calidad moral imprescindible para emitir recomendaciones a funcionarios que atropellan los derechos humanos de los ciudadanos? La práctica de estos derechos debe darse de manera cotidiana y en todos los ámbitos, y no solamente en los discursos o en los medios. De otro modo, no es más que simple y llana simulación.
Así, es una inobjetable cuestión de principios la que me obliga a renunciar a mi puesto como Subdirector de Publicaciones de la CDHDF. No puedo seguir siendo cómplice de una situación a todas luces injusta.
Sin otro particular, aprovecho la ocasión para agradecerle la confianza depositada en mi trabajo y para enviarle un cordial saludo.


Atentamente


Rogelio Villarreal

sábado, enero 24, 2004